22 ago 2009

Relato: Bala de Plata

¡Saludos a los Viajeros!

Hoy os dejo con un relato que escribí hace un tiempo, y que he retocado un pelín, a ver si me acostumbro a ir revisando lo que escribo, fallo que suelo tener jeje.

Ya me diréis que os parece.


Bala de Plata

El jinete tiró de las riendas suavemente y el animal aflojó su paso, hasta detenerse por completo delante de un desvencijado cartel de madera, en el que apenas se podía leer un nombre, “Rancho Webber” en pintura verde.
La mirada del recién llegado recorrió los terrenos que se mostraban ante él, la pradera cubierta de hierba fresca, el ganado que pastaba mansamente sin percatarse de su llegada, todo muy tranquilo. A un par de kilómetros, una casa con granero, lo que probablemente fuera el hogar de los Webber.

Escupió al suelo y se rascó la barba de varios días, al tiempo que taloneaba los flancos de su montura. El caballo avanzó al paso, emitiendo un suave relincho que espantó a unos cuervos posados en los postes del cartel.
El jinete alzó la cabeza, observando con ojos entrecerrados a las siniestras aves que se alejaban entre graznidos. Se caló aún más el sombrero para protegerse del sol del atardecer, y se dejó llevar por su montura hasta llegar a la casona.

Saltó del caballo con un ágil movimiento y ató las riendas a un poste de madera. El animal movió la cola y bufó, algo inquieto, pero el jinete lo tranquilizó palmeando su cuello, cubierto de suave pelaje marrón. Luego, avanzó a largos pasos hacia la puerta de la casa, sus botas resonaron con fuerza sobre la madera del porche, que crujía amenazadoramente bajo su peso.
Alzó el puño dispuesto a llamar, cuando percibió un movimiento por el rabillo del ojo. Se movió con rapidez, su mano derecha voló hacia la culata del revólver, pero no llegó a su destino, pues el hombre que se hallaba ante él no parecía un peligro inmediato.

Era alto y enjuto, de pelo pajizo, barba rala y rostro arrugado. Vestía pantalones oscuros y una camisa gris arremangada, en la mano derecha empuñaba una horca, que junto a los restos de paja adheridos en su vestimenta, revelaban a las claras de dónde venía.

—Saludos, forastero —dijo el granjero alzando la mano izquierda y esbozando una sonrisa—. ¿Qué os ha traído hasta este rancho dejado de la mano de dios?
—Buenas, amigo —respondió el jinete—. Iba camino de Dodge City, pero me quedé sin agua —explicó, señalando con un gesto el odre vacío que colgaba de la silla de su caballo.
—Cuando vi el rancho pensé que tal vez podría aliviar mi seca garganta —dijo señalando al sol—. Y quizás, teniendo en cuenta la hora, encontrar un lugar donde dormir. Mi nombre es Malcolm Smith —se presentó extendiendo la mano.

El ranchero titubeó unos segundos, pero al final le estrechó la mano. El jinete pudo ver una extraña marca en su muñeca, una estrella de siete puntas de color negro, pero prefirió no decir nada.
—Yo soy Michael. Michael Webber. Mi padre fundó este viejo rancho y ahora me gano la vida como puedo, entre el ganado. Son tiempos difíciles —dijo, meneando la cabeza con pesadumbre.
—Y que lo digas, amigo —le secundó Malcolm, sacudiendo el polvo del camino de sus pantalones. Una sonrisa afilada se marcó en su curtido rostro mientras palmeaba amistosamente el hombro del granjero—. Y que lo digas.
—Sígueme, el pozo está detrás, junto al granero.


Ambos hombres se encaminaron hacia la parte de atrás de la casa, charlando animadamente. Al llegar, Webber tiró de la cuerda atada a un cubo, y lo sacó lleno de agua fresca. El jinete cogió un cazo metálico y tras llenarlo se lo llevó a los labios. En ese momento, su mirada se topó con una niña pequeña que lo miraba desde el granero. Tenía el cabello despeinado y largo, de una tonalidad trigueña, y vestía un vestido de color blanco, tan manchado como su cara, en la que destacaban unos enormes e inquietantes ojos azules.
A sus pies se encontraba el cadáver de un perro. El animal estaba escuálido, con el vientre hinchado de forma anormal. La hierba alrededor del cánido aparecía ennegrecida, como si se hubiera podrido.
Malcolm se detuvo, contemplando con fijeza la escena. El granjero se percató de su mirada.

—Apareció muerto esta mañana. Ella es mi hija, Gwen. Le tenía mucho cariño al animal, creo que aún no ha terminado de aceptar lo ocurrido. Me disponía a enterrar al pobre chucho cuando escuché su caballo.
El hombre asintió lentamente, depositando el cazo sobre el pozo.
—Sí—murmuró—. Pobre animal.
Se acarició el mentón con una mano, lanzando una mirada al cielo.
—Estaba pensando… —comenzó el jinete—. No creo que llegue a Dodge antes de que anochezca. ¿Podríais ofrecerme alojamiento? Puedo pagaros, y mañana por la mañana ya me habré marchado.
—No creo que sea buena idea —empezó a decir Webber, pero fue bruscamente interrumpido por otra voz, claramente femenina.
—No seas maleducado, querido. Por supuesto que puede quedarse esta noche, señor.

La que había hablado era una mujer, mucho más joven que Michael, delgada y de hermosos ojos claros. Sonreía con una gracia ciertamente atractiva, mientras se acercaba, secándose las finas manos con un paño.
—No haga caso a mi marido, señor. El año pasado tuvimos algunos problemas con los bandidos, y desde ese momento se ha vuelto desconfiado —dijo la mujer, clavando sus ojos en los del jinete—. Pero yo sé diferenciar a una buena persona en cuanto la veo. Por cierto, mi nombre es Jane.
—Malcolm —le respondió, tocándose el ala del sombrero.

Desde que había llegado al rancho, el jinete tenía una extraña sensación, como si alguien lo estuviera observando. Cuando se acercó la mujer, esa sensación aumentó, y un escalofrío recorrió su espalda. Mientras contemplaba a la familia entrar en la casa, Malcolm acarició un medallón que llevaba al cuello, y murmurando por lo bajo, los siguió.

La puerta de la habitación se abrió despacio, gimiendo sobre sus oxidados goznes. La figura, oculta en las sombras de la noche, permaneció quieta en el umbral, vigilando el bulto bajo las mantas de la cama. Avanzó con cuidado, y en la oscuridad brilló la hoja de un cuchillo. La figura se acercó al bulto y alzó la mano, dispuesto a asestar el golpe mortal…

— ¿Así tratáis a vuestros invitados? —exclamó una voz. La figura se detuvo sorprendida, cuando la cortina de la habitación se abrió y dejó entrar la luz de la luna. La cara de Webber, cuchillo en mano, estaba paralizada en una mueca de estupor.
Malcolm, sentado indolentemente en el alféizar, lo encañonaba con su revólver. El granjero hizo ademán de hablar, pero el pistolero lo interrumpió.
—Sí, ya, ya sé. Debería estar en la cama, dormido, y todo lo demás —explicó, con tono burlón—. Se supone que no debería haberme dado cuenta de la droga que echaste en el cubo de agua, y que, prendado por el encanto de tu lujuriosa mujer, no tendría que haber visto cómo echaba veneno en la bebida durante la cena.
Se levantó, sin dejar de apuntar al sorprendido asaltante, y comenzó a caminar hacia él.
—Tampoco tendría que haber sospechado del cadáver del perro, de los cuervos de la entrada, o de la marca que tienes en la muñeca, y que Jane también tiene. No sé a cuantos incautos habréis asesinado con ese método, pero lamentablemente, querido Michael…—hizo una pausa.
—Yo no soy uno de ellos.

El revólver vomitó fuego, y la bala se incrustó en el cráneo del otro hombre, que cayó despatarrado en el suelo, empapándolo todo en sangre. Sin perder tiempo, echó mano de un saquillo que llevaba al cinto y se acercó al cuerpo. Vació una parte del contenido sobre el cadáver, que al instante comenzó a borbotear, como el agua de una marmita al fuego. En unos instantes, Webber dejó de existir.

Pistola en mano, Malcolm se lanzó al pasillo. En el otro extremo, Jane esperaba, el cabello alborotado, y una mirada asesina en sus ojos. Empuñaba un largo puñal, y barbotaba maldiciones contra el jinete. Arrancó a correr hacia el hombre, el rostro desencajándose en algo no humano, buscando su muerte, pero Malcolm no se lo permitió.
Un disparo impactó en el hombro de la mujer, que siguió corriendo con los dientes apretados. El siguiente le reventó la rodilla, pero aún así, seguía gritando, arrastrándose hasta el pistolero. El último disparo, y Jane acompañó a su maldito marido en el Infierno. Cuando llegó a las escaleras, ya no quedaba rastro alguno de ella.

El pistolero bajó las escaleras de dos saltos y se detuvo, vigilando la estancia. La niña no estaba por ninguna parte. Era pequeña, y quizás aún no estuviera corrompida, aunque había visto cosas peores en su vida.
Se acercó a la despensa y cogió varias botellas de whisky. Las vació sobre los muebles, dispuesto a prenderle fuego a ese rancho, cuando un fuerte golpe lo estrelló contra la pared. Casi sin aliento, intentó disparar contra el borrón blanco que se abalanzaba sobre él, pero otro golpe le arrebató el arma. Unos dedos afilados se aferraron a su garganta, fuertes como tenazas, y cortaron su respiración. Un nuevo impacto en el costado, y sus costillas crujieron, a punto de fracturarse.

Una risa desquiciada se escuchó frente a su cara, y cuando se le aclaró la vista, pudo ver a la pequeña Gwen, o más bien, a la criatura que ahora era Gwen. Sus dedos se habían alargado como garras, igual que los huesos de su rostro, mucho más marcados. La enorme sonrisa de la niña dejaba ver unos largos colmillos demoníacos, y sus ojos, aquellos enormes ojos azules, brillaban ahora con tonalidades rojizas.
La criatura volvió a reír, y le habló, con una voz que al pistolero le resultó muy familiar.
—Vaya, vaya, volvemos a encontrarnos, señor Smith.

El hombre apenas podía hablar, pero escupió el nombre de la criatura con desprecio.
—Baraxiel. Creí que te había mandado al Infierno de donde viniste en Abilene.
—Parece que te equivocaste amigo. Pero no lo he olvidado, y creo que es hora de que pagues por lo que hiciste. Ya sabes, eso de ojo por ojo y esas historias…

El demonio con cuerpo de niña alzó la mano, dispuesto a clavarle las garras, pero Malcolm reaccionó a tiempo. Lanzó el saquillo contra la niña, y el polvo grisáceo pareció adherirse a la piel del demonio, que comenzó a gritar, agitándose en espasmos de dolor. Al quedar libre, el pistolero se movió rápido, desenvainando un cuchillo que llevaba en la bota. La hoja era de plata, un material dañino contra las criaturas malignas, aunque no pudiera matarlas. Sin dudarlo, clavó el cuchillo repetidas veces en el cuerpo de Baraxiel que aulló de agonía.

— ¡Bastardo cabrón! —gritaba el demonio—. ¡Acabaré con tu vida, y te pudrirás en el infierno por toda la eternidad, hijo de puta!
Malcolm se abalanzó sobre la mesa de la cocina, sujetando una jarra de cerámica llena de agua. De un bolsillo sacó un pequeño colgante con una cruz de oro, y comenzó a murmurar, echando miradas de reojo hacia el demonio que parecía arrancarse la piel a tiras.
- In nomine pater et fili et spiritu…-

El demonio se detuvo y clavó su rojiza mirada en el pistolero. Su cuerpo estaba lleno de heridas, causadas por sus propias garras al intentar arrancarse el polvo que lo dañaba, y la sonrisa había desaparecido de su rostro. Ahora, sólo había odio. Con una velocidad sobrehumana, saltó hacia Malcolm, que tenía en las manos la jarra con agua.
El hombre soltó el medallón en la jarra, y a continuación, la estrelló contra el demonio. Al contacto con el agua bendita, se levantaron grandes ampollas en el cuerpo del demonio, cuyos alaridos resonaban por toda la casa.
Malcolm giró sobre sí mismo, cogiendo el revólver que estaba en el suelo. Abrió el tambor e introdujo una bala. Una única bala de plata, marcada con símbolos que pocos conocían. Cerró el tambor y apuntó.
Baraxiel se dio la vuelta hacia el pistolero, pero sólo encontró la muerte.


Al amanecer, una ancha columna de humo negro se alzaba hacia el firmamento. A lo lejos, un caballo al galope se dirigía hacia la salida del sol, y sobre él, un hombre, un pistolero solitario contra la oscuridad.

1 comentario:

Rayco Cruz dijo...

Oye, está muy bien. Algunos fallitos de puntuación, pero la historia mola. ¡Sigue así!